sábado, 21 de junio de 2014

Cuando éramos niños, de Mario Benedetti


Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana
no existía

luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta
un estanque era océano
la muerte solamente
una palabra

ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en cincuenta
un lago era un océano
la muerte era la muerte
de los otros

ahora veteranos
ya le dimos alcance a la verdad
el océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a ser
la nuestra.

Mario Benedetti

viernes, 13 de junio de 2014

El niño que sobrevivió

Seguramente a todos los que habéis disfrutado con la saga de Harry Potter, es lo primero que se os ha venido a la mente tras leer el título de la entrada. Y es que sí, hace hoy 13 años, además del mago, hubo un muggle que también sobrevivió. 

Todo empezó en mayo, un domingo de madrugada, cuando una dolencia abdominal sencilla de subsanar se convirtió en algo grave por la falta de costumbre de un equipo médico. Error que otro equipo, bautizado como San UCI, pudo arreglar posteriormente. Y este muggle, también como Harry, quedó marcado por alguna que otra cicatriz. Mucho más molonas, por qué no decirlo, que una vulgar cicatriz con forma de rayo. Las suyas podían parecer un ataque de un tiburón.

Pasaron varias semanas, en las que el niño no era consciente del peligro que corría su vida, mientras familiares y amigos veían sobre su cabeza la espada de Damocles. Muchos rezos, abrazos y palabras de ánimo. Cualquier cosa por intentar alentar a sus padres, desesperados por perder a su amado hijo. Éste, como todos sus seres queridos, no perdió la fe, y con total naturalidad, respondía a los cirujanos "que me rasquéis la espalda" cuando le preguntaban si quería algo. 

Su padre - ay, su padre - abanicaba a su hijo cuando tenía calor, y terminaba por abanicarse él mismo en cada ocasión. Quizá pensaba que esas pequeñas oleadas de aire fresco le despertarían de la pesadilla real que estaba viviendo. Y cuánto le hizo sufrir el chiquillo, ya no solo por la propia enfermedad, sino porque descargaba en él su frustración: me río yo del santo Job.

Por otro lado, su madre veía signos de recuperación donde los expertos veían empeorar la situación. Si su engaño era por mantenerse en pie, o porque creía realmente en el restablecimiento de su hijo, quizá ni ella misma lo sabrá nunca. Ay, la denostada esperanza, cuántas veces nos ayuda a salir victoriosos de las más feroces batallas.

Finalmente, cuando desapareció el estado de alarma, cada cuál tenía sus deseos. El niño, por un lado; los médicos y sus padres, por otro. El niño, que quería salir de allí. Los otros, que se recuperara lo mejor y lo más rápido posible. Y así fue como los médicos le pedían día tras día que se levantara de la cama y paseara por los pasillos del hospital. Y así fue como su madre, mucho más habilidosa que los primeros le decía:
- Cariño, levántate de la cama, que te voy a lavar la cara, a peinar y a ponerte colonia. Y te sentaremos en el sillón hasta que lleguen los médicos, para que vean que estás perfectamente. Y tú, cuando entren, sonríe, para confirmarles que estás bien. ¿No ves que si te ven bien pensarán que estás curado y te mandarán antes a casa? 
Y el niño, como cualquier otro, confiaba en la palabra de su madre, y a pesar del esfuerzo que le suponía hacerlo cada mañana, y de las numerosas decepciones que se llevó esperando un alta que no llegaba, siguió levantándose cada mañana. Y del sillón a las caminatas. Y después a la cama. Y su madre, sabedora del engaño, consiguió que su hijo, durante esas últimas dos semanas, se levantara cada día con la ilusión de ponerse guapo y recibir el alta.

13 AÑOS DESPUÉS

Ayer, tras el partido inaugural del Mundial más caro de la historia, celebrado en un país no precisamente en una situación económica boyante, pensé en todas estas cosas. Pensé en la suerte que tuve de haber nacido en un país desarrollado, en el seno de una familia de clase media, con lo que nunca me ha faltado de nada: ni amor, ni comida. Pensé en la cantidad de niños muriéndose allí de hambre, mientras los políticos y amigos constructores de los mismos, se habrán embolsado cantidades ingentes de dinero a costa de terminar de arruinar el país. 

Y después volví aquí, donde también hay mucha gente viviendo en la miseria, donde también se construyen aeropuertos e infraestructuras deportivas con un dinero que no tenemos. Donde los bancos son rescatados a costa de las personas, donde la educación y la sanidad públicas están amenazadas. Sí, esa sanidad que me salvó la vida, ya que el coste de las múltiples operaciones y atención médica hubiera sumido a mis padres en la ruina. Esa sanidad y educación que deben ser garantizados, a los que todo el mundo debe tener acceso. 

Y me enciendo cuando veo que nos preocupamos más de que 4 personas, muertas de hambre, salten una valla buscando no ya una vida mejor, sino simplemente poder vivir, mientras justificamos los despilfarros de otros 4, preocupados única y exclusivamente de ganar unas elecciones (ergo de salvarse a sí mismos). Y no solo justificamos sus despilfarros, sino los recortes en sanidad y educación, que son bienes universales, para todos.

Hoy, nosotros, ahora, no podemos arreglar el mundo. Pero hoy, si nos concienciamos, si educamos a nuestros hijos en la honestidad, la bondad y la justicia, su futuro será un poquito mejor. Y el de sus hijos, más. Hasta que llegue un día en el que, gracias a la semillita que nosotros plantamos un día muy muy muy lejano, se podrá celebrar un Mundial de fútbol en cualquier país del mundo sin que nos echemos las manos a la cabeza. Y no tendremos que recurrir a la caridad, que no es más que un parche que nunca solucionará el problema real. 

Hoy, nuestra obligación es luchar por sentar las bases que nos permitan formar a esas personitas que tantas ganas tienen de ir hoy al cole, para que en un futuro, ese mundo utópico con el que todos soñamos se haga realidad. Utopía hoy, no mañana.


sábado, 7 de junio de 2014

El elefante encadenado

Cuando yo era chico me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. También a mí, como a otros, me llamaba la atención el elefante. Durante la función, la enorme bestia hacía despliegue de su tamaño, peso y fuerza descomunal...pero después de su actuación y hasta un rato antes de volver al escenario, el elefante quedaba sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de sus patas clavada a una pequeña estaca clavada en el suelo. Sin embargo, la estaca era solo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y poderosa me parecía obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su propia fuerza, podría, con facilidad, arrancar la estaca y huir.
El misterio es evidente: ¿Qué lo mantiene entonces? ¿Por qué no huye? Cuando tenía 5 o 6 años yo todavía en la sabiduría de los grandes. Pregunté entonces a algún maestro, a algún padre, o a algún tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: 
-Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan? -No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. 
Con el tiempo me olvidé del misterio del elefante y la estaca... y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho la misma pregunta. Hace algunos años descubrí que por suerte para mí alguien había sido lo bastante sabio como para encontrar la respuesta: 
El elefante del circo no se escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde muy, muy pequeño. Cerré los ojos y me imaginé al pequeño recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró, sudó, tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo, no pudo. La estaca era ciertamente muy fuerte para él. Juraría que se durmió agotado, y que al día siguiente volvió a probar, y también al otro y al que le seguía... Hasta que un día, un terrible día para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Este elefante enorme y poderoso, que vemos en el circo, no se escapa porque cree -pobre- que NO PUEDE. Él tiene registro y recuerdo de su impotencia, de aquella impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese registro. Jamás... jamás... intentó poner a prueba su fuerza otra vez...
Jorge Bucay


A pesar de que es muy conocido, y creo que la mayoría ya conoceríais este cuentecito, me ha parecido interesante compartirlo para refrescar la memoria, ya que cada día, en cualquier aspecto de nuestra vida, nos encontramos ante retos que nos parecen imposibles (bien porque hemos fracasado antes, bien porque nunca nos hemos enfrentado a ellos). El mensaje es sencillo: lucha. Lucha y nunca pierdas la fe.